En el aula,
minúsculo punto en aquella piel de toro con caspa, la conversación fue
reduciendo su amplitud hasta quedar solamente en manos de nosotros dos. Un
compañero entró, procedente del aseo, secando todavía el compás con el trapo
lleno de manchas de tinta. <<¿De qué se habla?>>,
pero no recibió respuesta. Yo exponía mis opiniones sin cesar de mirar la lámina, raspando con una hoja
de "Sevillana" para eliminar el desliz
cometido al rotular mi nombre. El profesor dejó de corregir dibujos, levantó la
vista y, con los brazos extendidos, apoyó las manos en los extremos de su mesa,
dispuesto a prestar la máxima atención. Mi contrincante dialéctico mantuvo la
mano izquierda sobre la escuadra y el cartabón, en posición de trazado de
paralelas, irguió la cabeza y con un par de dedos de la mano derecha colocó
tras la oreja la guedeja que le tapaba media cara; mostró su sonrisa
benevolente, esa que producía la sensación de ser objeto de su indulgencia por
muy equivocadas que fuesen tus ideas. <<¡Bah! ¡Bah! Mira muchacho…>>,
dijo como preámbulo a sus próximas frases. Y durante un rato empleó el tiempo
en ensalzar el talante y la filosofía de vida de los ingleses, en detrimento de
la rigidez, la austeridad y laboriosidad de los <<cabezas cuadradas>> de
los alemanes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario