Avanzaba divertido por las páginas de La araña negra y se le escapó alguna sonrisa maliciosa, propia de
los que contemplan a los atrevidos proclamando las verdades eludidas por otros,
a los que les falta la oportunidad o el valor para ventilarlas. Pero el ánimo
jocoso fue transformándose en triste al avanzar en la lectura. <<¿Era posible que la
novela de Blasco Ibáñez hubiera servido de inspiración para tejer la tela en la
que le habían querido envolver? Aquí está el método, la teoría y la práctica de un poder
mundial secreto que no repara en medios para buscar como fin, en el fondo, la
consecución de una ambición.
>>
Dudaba mucho de que fuese así, de que los procedimientos
reflejados por Blasco hubieran inspirado el proceder de los urdidores de la
trama: no creía que la novela que estaba leyendo hubiese sido tan conocida. Se
planteaba si las habilidades puestas de manifiesto se habían expresado, como se
expresa el fenotipo, porque se nace, o el protocolo de actuación se aprende; si
existe un vademécum con los pasos precisos para convertirse en dueño de
voluntades y destinos, apoyándose en soplones de certezas o supuestos, utilizando gentes ignorantes de
papanatismo supremo, creando una red de cómplices con la argamasa de la mutua culpabilidad,
explotando el conocimiento, innato o adquirido, para mover a las masas,
dispuestas a ser rebaño en una dirección.
Ató cabos recordando historias y personajes universales con
esas capacidades y había de todo: desde iletrados hasta doctores. Por eso llegó a
la conclusión de que tenía que haber algo genético en esa pericia en la alta
manipulación y dejó para otra ocasión
determinar si consistía en un avance evolutivo o en una regresión.
El término empatía le estomagaba desde hacía cierto tiempo
de tan manoseado, pues era aplicado como ungüento
amarillo por toda clase de opinadores.
<<Sí.
¿Pero cómo no acudir a dicho término ante el sufrimiento, que termina trágicamente, del que cae en la trampa de la araña y es
tomado por loco con la participación de sesudos galenos? >>, se preguntaba.
Pensaba que alguien inocente, con la fortuna de no haber
conocido la maldad de las acciones humanas, podría llegar a creer en la
exageración de las intenciones de personajes y de las situaciones, pero el experimentado comprobaría la profunda
realidad de la que el autor de la novela se nutre. Y le sorprendía que Blasco
Ibáñez terminara la obra con tan solo veinticinco años. < <¿Qué experiencias vitales le llevaron
a escribir ese repertorio de personas, de caracteres, de rasgos y
comportamientos? Ese hombre era un genio. Todos están ahí. Podría poner nombre
y apellidos de individuos reales a toda esa lista, a base de personajes, que
reflejan todos los mundos, interiores y sociales; todos los anhelos, nobles y deleznables>>, se dijo, avanzado
el segundo tomo.
Encontró paralelismos con El Quijote, espoleado por su
mención en la novela. <<Bien
pudiera ser tan considerada como la magna obra de Cervantes. Su recorrido por
el siglo XIX, desde el reinado de Fernando VII, es el mar en el que se
desenvuelve la galería de todos los individuos posibles y sus pasiones, las
admirables y las venenosas>>,
escribió en su cuaderno de notas.
Y decidió tomar a Blasco Ibáñez bajo su amparo. Su escudero
se compondría de un mosaico a base de personas de bien. <<Alguna conozco>>. Tomó su bolígrafo de plata, los papeles ya
escritos por una cara y se lanzó a dar mandobles a los malandrines del siglo
XXI.