Reconoce
usted que alcanzó la cima; llegaron al punto de satisfacción total sus
aspiraciones profesionales y humanas, mezcladas ineludiblemente en quien se
dedica a pormenorizar la sociedad, destacando en negrita los nombres que, como
el cemento, daban estructura a sus artículos; pero usted mismo lo dice:
reconoce la mascarada que son las relaciones del mundillo en el que su persona
era referencia y faro. Tenía, por eso, que buscar, hastiado de saludos y besos,
y de brazos por encima del hombro, propios de cócteles, recepciones y
audiencias, tenía que buscar con ahínco la naturalidad que supone llevar la
barra de pan y el periódico bajo el brazo en la mañana dominical y recrearse en la
esperanza de un mundo mejor mirando a los niños que juegan y encontrar sus ojos
inocentes; y escudriñar los rincones de los váteres públicos para empaparse de
las realidades humanas (tan lejos de los ambientes perfumados, enmoquetados, pulcros
y controlados, sosteniendo el escocés en la mano), y seguir a través de un
trecho de acera en una tarde oscura de invierno, solo por placer visual, sin
intención de intercambiar palabra alguna, a la joven mujer que camina delante y
que desconoce la importancia del escritor que va detrás.
Su obra me
hace verle de otra manera, pues deshace el mito de dandy, fantasma y vanidoso
en el que le habían colocado en mi experiencia vital sus artículos, sus
séquitos, su codearse con gentes que viven de la exhibición, del cinismo, de
relaciones endogámicas, todo eso que me asqueaba. Ahora me dice que usted deploraba
esa forma de vida. Escribía porque los conocía, porque aprendió los recursos de
las castas de primera clase, de los círculos cerrados en donde la recomendación
y el tráfico de influencias lo son todo. Nos pintaba en sus cotidianos escritos
a unas gentes cuya principal ocupación era la asistencia a fiestas decadentes.
Me parecía que a pesar de sus críticas era usted necesario para seguir manteniendo
un mundo que la vehemencia juvenil me hacía ver despreciable y vacuo. Pero esas
“cualidades” de su entorno ya las ha calado usted y en la obra repudia la
convivencia con las castas y le gustaría volver a ser niño, y ser niño en el
suyo; y repudia también su triunfo y recomienda no triunfar, y acaricia el
sueño, a partir de cierto momento, de volverse un perro salvaje, como los que
fueron noticia en Galicia en los tiempos de la escritura de su obra. Aquellos
se hicieron salvajes por abandonados, a usted le gustaría hacerse por
abandonarle la ilusión. Pero no podía dejar de ser gato de salón, mostrando
uñas en forma de afilada observación, pero gato de salón.
Compartimos,
yo hoy, usted ayer, y siempre, porque lo dejó escrito y no puede escribir más,
una visión negativa de los hombres y sus “hazañas” y reivindica la desaparición
de la especie, como imaginó la extinción a destiempo de su propia vida si
hubiese tenido valor, según dice, y convencido, a pesar de su éxito, del
sinsentido de su vivir y del mayúsculo fracaso universal que supone la muerte de los
niños, la muerte de su hijo. Me dice que disfrutaba del arte, ese engaño a la
vida para olvidar la nada adonde iremos, aunque reconoce que Cervantes y Kant
no morirán; disfrutaba del arte, excepto del arte de la música, a lo que no le
pudo sacar satisfacción y no llegó a entender. Lástima; porque la música puede
proporcionar momentos que nos reconcilien con la especie humana.
Reflexiona
usted sobre el escribir y le da el mayor valor al diario íntimo, como el suyo.
Y lo valora así por inmediato, fresco y sincero, aun reconociendo que se puedan
colar lirismos distractores. También quedan en buen lugar las memorias, si el
paisaje del recuerdo no es demasiado
neblinoso. Más abajo estaría la poesía, por demasiado artificial, y por último
la novela, que es una falsaria realidad, y cuanto más realista peor. Por eso
eligió el diario íntimo. Cansado de su permanecer en el trono halagador de rey
de la escritura, utilizó la herramienta que le llevó a la cumbre para bajarse
de ella y quiso escribir artículos a miles, como churros, cuando no hubiera
sido necesario porque ya era hombre de éxito (quizá cuando yo le leía), para sentirse fracasado, para
desandar el camino; porque, según usted, escribir artículos es una gloriosa
manera de fracasar.
Al leer, hecho
que usted considera más creativo que el escribir, al leerle, le comprendo.
Comprendo su ambición juvenil en la corte, de la que usted se consideró rey de
las letras. Comprendo su habilidad para ser tenido, y temido, como gurú de
cierta clase y de gentes agrupadas por su estilo de vida; era usted halagado
buscando su cita, preferiblemente benévola, algo tan importante en algunos
círculos; pretendían ser sus amigos, o parecerlo, conocidos suyos al menos, y tener
la oportunidad de no ser olvidados. Comprendo su desprecio íntimo por ese mundo
suyo, insincero, teatral y mediático; y comprendo que se haya sentido
engullido, vampirizado por los chupasangres que necesitan comerse al hombre
para sobrevivir. Hombres que comen hombres, así funciona el mundo, viene a
decir.
Hace tiempo
que se secó su sangre. Sus artículos están tan muertos como usted; el tiempo
los mató pronto, como usted quiso. Menos mal que escribió otras cosas.