Un tocado en
forma de simpático gorrito de lana solía rematar el atuendo de la catedrática. Su
alta figura se acrecentaba en la tarima, desde donde nos hablaba siempre de
pie; la voz, enérgica, segura; y el
rictus se correspondía con una
permanente sonrisa burlona, fruto, quizá, de cierto escepticismo vital. Poseía
un trato agradable y su verbo fácil nos envolvía, atrayendo nuestra atención
aunque nos parecieran complicados los razonamientos lingüísticos de Chomsky. La
hoja roja, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, Las ratas, El Jarama, La
tesis de Nancy, El hombre que compró un automóvil y El príncipe destronado, que yo recuerde, son los títulos que aquella buena señora
incluyó entre nuestras obligaciones lectoras. Algunos de los libros los
adquirí, como Las ratas, que presté a un colega y compañero entonces y que
nunca volví a ver, el libro, no al colega, siendo una deuda que se le debe a mi
biblioteca; y otros los tomaba en préstamo de la Red de Bibliotecas Populares,
que tenía sedes repartidas por todo Madrid. Visitaba, generalmente, la biblioteca
de la calle Mayor, más cerca de Bailén que de Sol, antes de comenzar las clases, a media tarde,
porque me quedaba relativamente cerca del instituto. Me agradaba mucho merodear,
entre la tarde y la noche, por el Madrid llamado de los Austrias, para después
bajar hasta Sacramento y por San Justo, Puerta Cerrada , Toledo y Estudios, junto
a la colegiata, llegar al Instituto de San Isidro. Gracias al carné de las
Bibliotecas Populares tuve acceso a la Biblioteca Nacional, donde pedí prestados algunos libros un tiempo
después. Allí fue, guiado por el nombre del autor, más que por el título, el
lugar en el que me tropecé con la obra que nos ocupa; algunos párrafos leídos
al azar cuando nos presentamos el libro y yo me cautivaron, pues el mundo
retratado en la novela no me era ajeno.
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