El niño que quiso
ser torero
Un cuento para edades de 4 a 7
De paseo…
− Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?
¿Qué crees que hizo José Ramón cuando
el señor que hablaba, y hablaba, bla, bla, bla, en la calle, junto al parque,
con su papá, se calló de pronto, le miró con ojos de búho y le preguntó qué
quería ser de mayor?
Imagínate. José Ramón, que no le
quitaba ojo al tobogán mientras su papá charlaba con el señor de ojos de búho,
se quedó un poco pasmado después de la pregunta; tan pasmado como aquella vez
que vio en el suelo, por culpa de una pelota lanzada por un puntapié inocente,
el helado de cucurucho que su tía Irene le acababa de comprar un domingo.
José Ramón no contestó al señor de
ojos de búho, levantó la mirada lentamente y se encogió de hombros, como si le
hubiesen preguntado eso de “a quién quieres más”; miró a su padre y le pidió
permiso.
− ¿Puedo ir al tobogán?
Esa misma noche, en casa…
− Papá, tú, de pequeño, ¿querías ser
jardinero?
− No −contestó el papá de José Ramón.
−¿Qué querías ser? –preguntó el niño.
−No me acuerdo, hijo. No sé;
futbolista, policía, camionero, como todos los niños, supongo. Anda, cómete las
patatas, que se enfrían.
−¿Y torero, papá? ¿Querías ser torero?
−Venga, José Ramón; no preguntes tanto
y come.
−Pero, ¿querías ser torero? –insistía
José Ramón.
−Nooo. Come.
José Ramón pinchó dos patatas con el
tenedor y en cuanto tuvo la boca suficientemente libre volvió con las
preguntas.
−¿Qué hace un torero?
−Hijo, un torero…
El papá pensó un poco mientras José
Ramón esperaba la respuesta mirándole muy quieto. Al fin contestó.
−Juega. Eso es. Juega con el toro.
−¿Con el marido de la vaca? –preguntó
enseguida el niño.
−Sí; con el marido de la vaca. Come, José
Ramón, que ya te queda menos.
−¿Y juega como jugamos con el perrito
de Clara? –dijo José Ramón pinchando con el tenedor las últimas patatas.
El perrito de
Clara
−No exactamente −dijo el papá− porque
el toro se puede enfadar y es peligroso.
−¿Se enfada? ¿No quiere jugar? –siguió
preguntando el niño.
−No. No creo que quiera jugar; y
además al final…
El padre de José Ramón dejó la frase sin
terminar y alcanzó al pequeño una pera que estaba troceada en un plato.
−Tómate la pera.
−¿Qué pasa al final? –dijo José
Ramón.
−Nada −dijo el papá −. Que el toro
siempre pierde.
−¿Como tú cuando juegas a las cartas
con los tíos? –quiso aclarar José Ramón.
−Algo así. Ahora vas a terminar. Vemos
los dibujos un ratito, nos lavamos los dientes y ¡a la cama! –exclamó el papá
haciendo cosquillas en la barriga a José Ramón.
Al día siguiente,
en el cole…
Después de guardar las cartulinas y
los colores en el armario para que todo estuviese muy bien ordenado, Luis, el
profe, les dijo a los peques que se sentasen en círculo. Cuando obedecieron,
que la verdad es que no tardaron mucho, y se hizo silencio, que esto tardó algo
más, Luis les dijo de qué iban a hablar.
Luis,, el profe
−Hoy vamos a aprender cosas sobre los
oficios, los trabajos, y luego haremos una ficha, y después jugaremos con todo
eso que vamos a aprender. A ver, ¿qué trabajos conocéis?
−¡Doctora! –gritó Raquel levantando el
brazo que no tenía en cabestrillo.
−¡Piloto!
−¡Piloto!
−¡Profesor!
−¡Directora!
−¡Cocinero!
−¡Capitán!
Se oyó que decían.
−¡Futbolista! −también se oyó.
−¡Futbolista no, futbolista es un
deporte! –gritó Marquitos poniendo una cara muy, muy, fea, como la pone el que
se burla.
−¡Pescador! –dijo una niña.
−¡No se dice pescador! ¡Se dice
pescadero! –volvió a intervenir Marquitos, originando un pequeño revuelo que
Luis, el profe, intentó controlar.
Se fue haciendo la calma poco a poco,
pero José Ramón aprovechó para soltar lo que le iba rondando por sus
pensamientos desde el día anterior.
−Abel quiere ser torero; me lo ha
dicho −anunció.
Todas las miradas se dirigieron al
chiquillo, hacia Abel.
−Abel, ¿quieres ser torero? –preguntó
Luis, el profe, muy serio.
El niño dijo “sí” con la cabeza, un
poco temeroso porque no sabía si aquella situación le traería algún problema.
−¿Por qué quieres ser torero? –dijo Luis
escamado, como tú cuando no entiendes algo.
−Porque mi abuelo tiene un toro y
caballos.
−¿En una granja? –preguntó el profe.
−Sí; en el pueblo. Y mi hermana,
cuando sea mayor cuidará a los caballos, y yo cuidaré al toro. Por eso seré el
torero de la granja−contestó Abel.
“Rubio”, el toro del abuelo
−Seguro que es un sitio muy bonito −dijo
Luis, el profe, y sonrió.
−Sí; hay mucha yerba verde y muchos
árboles.
−¡Pues yo también quiero cuidar
animales y quiero curarlos cuando se pongan malos! –gritó María.
−¿Cómo se llama el que cura a todos
los animales? –dijo la niña.
−Bueno, todos podemos cuidar a los
animales, sobre todo dejándolos vivir en paz, pero si lo que quieres es
curarlos tendrás que ser veterinaria− aclaró Luis.
−Pues seré veteniraria− afirmó María
con seguridad.
−Veterinaria. Mirad, se escribe así.
Veterinaria
Y Luis, el profe, escribió la palabra
con letras muy grandes y después les habló a los niños de la importancia de ser lo que a uno le haga feliz.
María será veterinaria
María será veterinaria
Los peques se
hacen grandes
¿Y sabéis? Cuando pasó el tiempo, después
de veinte vacaciones de verano, María ya sabía curar a todos los animales y
vivía feliz, y Abel también vivía, feliz, en la granja de su abuelo, rodeado de
animales y plantas. Una granja en la que nunca faltó un toro al que cuidar y en
donde Abel invitaba a los niños y niñas y a los
profes de los colegios del pueblo y de los alrededores a visitar su
granja y dando paseos por allí les enseñaba a respetar a los seres vivos, desde
la más humilde lombriz hasta las grandes aves que surcan los cielos y les decía
que había que sentir pena por las personas que se divierten haciendo daño a los
animales porque cuando iban al cole no aprendieron a amarlos.
Fin
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